miércoles, 6 de enero de 2010

LOS LIMITES DE PALPITAR




Es razonable imaginar que en el mismo instante en que Roberto Sánchez dejó de existir a las 20.40 del lunes 5, como informó su cirujano, no solamente nació un mito popular: también empezó a madurar una relectura de la intervención médica que lo mantuvo con vida más allá de lo que podía esperarse de esa vida. Debilitado por su afección crónica y varios años por encima de la edad aconsejable, Sandro fue sometido a un doble trasplante y a cinco operaciones más en el curso de 45 días. El sueño de recuperación se volvió agonía. Y el dolor del final reforzó las penumbras: ¿los esfuerzos por mantenerlo vivo no fueron obstinados, vanos y desmedidos? ¿valieron la pena?
El primero en plantear el interrogante fue, curiosamente, el cardiólogo y especialista en trasplantes Guillermo Bortman, uno de los miembros del equipo que trató a Sandro en Mendoza. “Me pregunto si no nos estamos ensañando para que viva”, comentó a periodistas a mediados del mes pasado. Sus colegas reaccionaron con indignación. “Es una barbaridad médica (pensar eso)”, adujo el cirujano Claudio Burgos. “Acá no se dan los brazos a torcer hasta que el paciente esté vencido, y el paciente no está vencido”, agregó el cardiólogo Sergio Perrone. “Nuestra filosofía es que mientras haya esperanzas de vida y curación, seguiremos trabajando”, respondía por su parte el director del Hospital Italiano de Mendoza, donde se realizó la intervención, Miguel Nicolás. La preocupación, en todo caso, constituye un tema álgido de la reflexión bioética. En particular, en una época en la que, en palabras del académico venezolano Francisco Kerdel Vargas, subyace la sensación de que cualquier muerte representa una falla o fracaso del acto médico. Para María Luisa Pfeiffer, doctora en filosofía e investigadora del Conicet, el abuso de autoridad médica empezó a configurarse cuando le ofrecieron a Sandro la posibilidad de un trasplante para el cual su organismo no estaba preparado. Con el “agravante”, añade, de que pudo distraer la disposición de órganos para un receptor con mayores posibilidades (hoy hay 25 que esperan un trasplante cardiopulmonar y 96, de pulmón).

Según datos de la Sociedad Internacional de Trasplantes de Corazón y Pulmón, sólo cuatro de cada diez pacientes que reciben un trasplante cardiopulmonar llega a vivir más de cinco años. Y el pronóstico empeora de manera marcada si los pacientes superan el límite de los 50 años, como suelen recomendar las guías internacionales. Por otra parte, ese tipo de trasplante para pacientes con EPOC o enfermedad pulmonar obstructiva crónica, la dolencia de Sandro, ya no se recomienda excepto en casos excepcionales. “Las perspectivas eran muy malas”, desliza un cardiólogo porteño que prefirió no ser nombrado.

El médico es parte de una sociedad que piensa que el mal absoluto es la muerte, subraya Pfeiffer. “Pero una de las características de un buen médico siempre ha sido saber cuándo no hay nada más que hacer por el paciente”, añade.

No existe acto en medicina que tenga, en el imaginario colectivo, la dimensión épica de los trasplantes. Hay un enfermo, más o menos moribundo, que aguarda el órgano; un cuerpo que se transforma en donante después de una tragedia; y un equipo de médicos que, a la manera de los héroes mitológicos, logra rescatar a la persona de las garras de la muerte para insuflarle nueva vida. Pfeiffer cree que los trasplantes, uno de los grandes éxitos de la medicina del siglo XX, encarnan varios elementos del paradigma cultural vigente, incluyendo el sustento tecnológico para la práctica médica, un modelo de médico con permiso de meterse en el cuerpo y mutilarlo, el cuerpo como máquina y la posibilidad de la inmortalidad.

En el terreno real, y el propio Sandro lo vivió en carne propia, el escenario tiene más matices. Aunque por cuarto año consecutivo la Argentina superó en el 2009 la barrera de los 1.000 trasplantes anuales, la lista de 8.800 personas que aguardan órganos, córneas y tejidos no se estrecha. “Cada día, entran dos nuevos pacientes y mueren otros dos mientras esperan”, dice Jorge Carayani, trasplantado cardíaco desde hace 15 años y ex miembro del Consejo Asesor de Pacientes del Incucai. “¡No puede ser que haya gente que espere diez años por una córnea, por citar un ejemplo!”.

Para Carayani, cuyo médico personal es Bortman, el problema de Sandro no fue el trasplante en sí, sino el deterioro que le produjeron los dos años de espera hasta acceder a los órganos. “Eso le pasa a muchos pacientes”, lamenta Carayani. Según el cardiólogo Perrone, quien trató a Sandro desde el 2004, la donación de órganos, más allá del resultado final en este caso, es buena para el prójimo y le da vida a mucha gente. “Roberto sobrevivió al trasplante, lo mató un cuadro infeccioso”, aclaró.

¿Pero hubo “encarnizamiento terapéutico”, o la aplicación de medidas que no pueden curar y simplemente prolongan la vida en condiciones penosas? Pfeiffer está convencida de que sí, en especial, después de que comenzaron a aparecer las primeras complicaciones después del trasplante.

Carlos Gherardi, ex jefe de Terapia Intensiva y actual director del Comité de Bioética del Hospital de Clínicas, tiene una mirada más benigna. Sostiene que, desde su perspectiva, el punto central es que el paciente (Sandro en este caso) estuvo de acuerdo en intentar el trasplante como última instancia para superar su enfermedad. Y habría sido conciente, en todo momento, de los riesgos que tomaba. “No se perdió nunca la directriz inicial, que era mantener el trasplante activo y la sobrevida, y todo indica que el paciente estuvo dispuesto a seguir la lucha”, asegura Gherardi.
Autor del libro “Vida y muerte en terapia intensiva” (Biblos, 2007), Gherardi es muy crítico de uno de los costos del progreso médico y la impregnación de la cultura por la tecnología: la definición de la muerte como una serie de enfermedades prevenibles y, por consiguiente, siempre evitable. También fustiga algunos artilugios de los médicos, como eludir admitir a los familiares y pacientes sobre las perspectivas nulas de evolución y reemplazarlas por palabras tales como “chances remotas”, que siempre son interpretadas como esperanza de curación. Esas esperanzas que nunca perdió Sandro y compartieron hasta el final sus fanáticas y amigos. “Esperaba, como todos, que se salvara”, lo lloró Susana Giménez. Pero vinieron la neumonía, la infección generalizada, la falla de órganos, el shock séptico y el paro cardíaco. Quizás un final previsible. El encuentro con lo inexorable.

Y Sandro se hizo inmortal.

Matías Loewy

http://www.elargentino.com/nota-72686-Los-limites-del-palpitar.html

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