domingo, 8 de marzo de 2009

RECUERDO, MEMORIA, DONAR A TIEMPO: Santiaguito Rosas.



Dicen que Dios hizo el mundo en seis días y que el séptimo descansó. Es una pena. Desde el principio de los tiempos el hombre sospecha que si el supremo arquitecto hubiera trabajado la semana completa, la obra hubiera sido perfecta. Allí donde Dios consideró haber alcanzado la perfección que le valía el merecido descanso, los hombres advierten una falla de fábrica: están obligados a atravesar el dolor.

Puesta ante la evidencia del sufrimiento obligatorio, la condición humana se reservó el derecho de armar su propia escala de dolores conforme a la intensidad del padecimiento. Ordenados de mayor a menor, el primer puesto fue decidido por unanimidad: no hay dolor más despiadado que el de sobrevivir a un hijo.

Patricia y Sergio Rosas son parte de la legión de mujeres y hombres obligados a transitar ese infierno. Quiso el destino que para ellos el descenso fuera con escalas. Antes de tocar el abismo, era indispensable que conocieran el lado más luminoso de los hombres.

El 20 de mayo de 1996, su hijo Santiago, de tres años y medio, internado en el Hospital de Niños Sor María Ludovica de La Plata, era trasladado al Hospital . Garrahan, de Buenos Aires. El chico cargaba sobre los hombros el peso de una sentencia de muerte que, por fortuna, aceptaba recurso de apelación. Padecía una hepatitis fulminante que amenazaba arrebatarle la vida de un solo bocado. Santiaguito , junto al médico Oscar Imventarza, jugaba en tiempo de descuento. Sólo otro ser humano, marcado por la imperfección del dolor, podía ayudarlo a seguir en carrera contra la muerte. Hacía falta un donante, una familia que, de puro porfiada, ante la muerte de un ser querido, apostara a la vida después de la vida. Finalmente, la donación de órganos no es otra cosa que la última batalla de los que se obstinan en ganar la guerra contra la muerte.

Ciudadanos de este fin de siglo, saben que las mejores y las peores causas actualmente se dirimen en los medios de comunicación. Cuando la vida los puso en el más difícil de los bretes, acudieron al templo mediático en busca del milagro. Su confianza no fue defraudada. Valió la pena hablar frente a los micrófonos hasta quedarse afónicos. Ese conjunto de hombres y mujeres al que se suele aludir con nombres tan impersonales como el televidente, el lector o el oyente salieron al ruedo dispuestos a poner el cuerpo.

Zunilda, una mujer de 43 años, casada y con dos hijos, llevaba nueve meses internada en el hospital Argerich a la espera de un hígado que pudiera salvarle la vida. Desde hacía catorce años, como consecuencia de una hepatitis mal curada, su cuerpo soportaba una cirrosis. Para ella, el milagro llegó la misma semana en que los rostros de Sergio y Patricia se habían hecho públicos. Cuando el médico creyó estar dándole la mejor noticia posible, Zunilda lo miró desde la cima de la dignidad humana. "Yo tengo la mitad de la vida hecha - dijo-. A Santiaguito le queda todo un futuro por delante. ¿Vieron esa sonrisa? ¿Cómo le vamos a quitar la esperanza? Yo no quiero ese hígado. Déselo a él". El órgano no era compatible para el niño y Zunilda obtuvo lo que supo ganarse a golpe de grandeza: el derecho de seguir viviendo con un hígado ajeno.

Un hombre llamó y ofreció donar una parte de su hígado a Santiaguito Rosas .Le explicaron que un trasplante de ese tipo no era viable. Dijo que él no estaba precisamente de romance con la vida y que por lo tanto su permanencia en el reino de este mundo se le antojaba un despropósito cuando un niño estaba en riesgo de tener que abandonarlo. Amenazó con suicidarse y advirtió que acudieran rápido a buscar su hígado. Ese hombre desesperado obtuvo de los otros lo que necesitaba: la contención para seguir viviendo, obtuvo de sí mismo lo que le faltaba: saberse capaz de un acto de grandeza tal que le permitiera sentirse merecedor del privilegio de ver salir el sol cada mañana.

El 25 de mayo de 1996, Santiaguito Rosas consiguió lo que se había ganado en buena ley. La esperanza llegó del Uruguay. Un joven de 33 años había muerto en un accidente automovilístico. Su familia pertenecía a la legión universal de los benditos porfiados. Imventarza y su equipo harían el resto para que, la muerte no tuviera más remedio que parir la vida.

La operación fue exitosa. La guerra, no había terminado. El 28 de junio, Santiaguito murió a causa de una complicación pulmonar.

Patricia y Sergio tocaron el abismo. Las escalas del descenso, no habían sido en vano. El mundo había ganado otros dos benditos porfiados que decidían donar todos los órganos de su hijo que fueran aptos para transplante. Las válvulas cardíacas de Santiaguito Rosas serán parte de algún corazón que se agite pateando los penales que él ya no puede patear.

http://www.lanacion.com.ar/Archivo/Nota.asp?nota_id=211278 (Nota Completa)

La partida de este ángel en 1996, marcó la senda de mi meta como promotora de Donación ,sin imaginar en ese entonces lo que la vida me depararía.

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